3 de febrero de 2009

El Día del Maestro

Soldado, paz, por siempre paz,
Los pueblos odian la guerra

Canción rusa
Esta semana se celebra en todas las escuelas de Venezuela el día del maestro. Y oyendo a nuestro presidente en una de sus múltiples peroratas, dándonos clase sobre agricultura, industria y economía, alabando las enseñanzas que ahora se imparten en las escuelas bolivarianas, recordé mi viejo colegio, el Instituto de Educación Integral, de San Bernardino.

Ese colegio era especial. Belén Sanjuán y Amalia Romero lo diseñaron usando el modelo de República Escolar ensayado en escuelas experimentales, donde existía un Poder Ejecutivo, formado por consejeros electos en cada curso, responsables cada uno en un área específica: Trabajo, Agricultura, Cría, Ornato, Cultura, Orden. Esta organización tenía como contrapartida un Poder Legislativo, que velaba por el cumplimiento de las leyes y un Poder Judicial, donde había jueces y fiscales que dirimían casos extremos de violaciones del orden escolar.

Esa dinámica, casi un juego diario, nos instruyó en forma temprana en cómo organizarnos como sociedad, cómo trabajar en equipo, cada quién con roles específicos y responsabilidades claras, con metas individuales y colectivas. Elegíamos al mejor compañero para la tarea, y el que era elegido consideraba un honor y una responsabilidad ejercer el cargo que el grupo le asignaba, y lo hacía lo mejor posible. Y el grupo- los compañeros, las maestras- le exigían el mejor desempeño, criticando en forma constructiva sus resultados.

Abundo en detalles porque resulta que ese colegio era de corte socialista. Cosa que me vine a enterar después, como adulto, pues allí no se imponían ideologías, ni religiones, ni credos. En un tiempo donde el mundo exterior estaba en ebullición - la guerrilla, el movimiento hippie, las drogas, la guerra de Vietnam- aún cuando leíamos el periódico y éramos casi todos hijos de gente de izquierda, dentro del colegio lo importante era enterarnos también de los últimos avances de la ciencia, del arte, de la poesía, y hacer cualquiera de estas cosas con excelencia. Y ser críticos, ante los sucesos, ante las acciones de los otros, ante la vida. Y amar la democracia, la libertad de decir lo que pensamos, y asumir nuestra posición responsablemente. Y amar la paz. Tanto, que la canción que cantábamos como si fuera un himno del colegio, era una canción rusa, que llamaba a los soldados a la paz, que cantaba a la vida.

El hecho de ser socialista, o ser hijo de gente de izquierda, no significaba estar alienado, ni sometido a una ideología, o a un líder, a quien no se puede criticar, ni siquiera replicar. Y si nuestros líderes no estaban dando la talla, teníamos el derecho de cuestionar su mandato y solicitar su destitución, de ser el caso, sin necesidad de usar la violencia para ello. El aprendizaje era el de un socialismo en democracia, a través del trabajo en equipo y del voto. Nada más lejos de los valores que hoy se imparten en las aulas bolivarianas, en la televisión, en la radio, en los discursos de los gobernantes, y de lo que hoy ocurre con esta enmienda constitucional, este parche que se quiere poner para justificar ambiciones personales de poder.

Por las poesías de Rabindranath Tagore, de García Lorca, de Aquiles Nazoa, por las canciones venezolanas cantadas a coro de voces múltiples, por despertarme con el vals de las flores, por aprender la disciplina del conocimiento, la rítmica, la armonía, el equilibrio entre las múltiples áreas de la vida, por la libertad de decir lo que pienso con respeto, por escribir con esta pluma fuente que hoy tengo en mis manos, y soñar con la posibilidad de un mundo mejor, por haber aprendido a realizar esos sueños, les doy las gracias a Belén, a Amalia, a Hortensia, a Doris, a Marta, al profesor Grishka Holguín, a Federico, al profesor Moreira, a mis maestros de entonces.

27 de noviembre de 2008

Un premio merecido

La semana pasada asistí a un evento que me llenó de orgullo: La entrega del Premio Juan Alberto Olivares, de la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales, el cual fue otorgado al Dr. José Rafael León, a mi amigo Chichi, por su brillante carrera en el área de la investigación y docencia de las matemáticas en el país.

Llegamos corriendo, sorteando el tráfico, las manifestaciones y la lluvia, para entrar al Palacio de las Academias, como quien entra al pasado por una puerta escondida. Ese edificio, en pleno centro de Caracas, evoca tiempos de paz y de sosiego, de estudio y de dedicación. Sentí que al salón donde estábamos reunidos hubiese debido entrar con traje largo y mantilla, o al menos con un abanico de tela brocada y un vestido armado, con escote en los hombros, y sentarme, con el cabello debidamente recogido en un moño, a escuchar esas palabras tan hermosas que nos contaban las hazañas de académicos y hombres de ciencia del pasado, de una Caracas que hace doscientos años estaba ya en el estado del arte de las ciencias matemáticas, y desde donde se promovieron iniciativas tales como la creación de la Academia de Matemáticas para la formación en ingeniería y en artes militares.

Tuve la sensación de haber entrado en un recinto donde el tiempo pasa a un ritmo diferente, donde la historia pesa, es reconocida, venerada, donde las acciones de hombres civiles que contribuyeron a la sociedad mediante la creación de conocimiento, el desarrollo de talentos, el intercambio de ideas en un ambiente de enriquecimiento intelectual, era importante. Chichi evocaba en su discurso ese trágico momento para la academia española, por la pérdida del talento científico, donde “la intolerancia de Franco… contribuyó al desarrollo cultural de América Latina”, y mi mente volaba hacia los encuentros diversos que he tenido con empresas estatales y privadas en Estados Unidos, México, Colombia, Ecuador y Perú, donde me dicen que la pérdida de talentos en Venezuela ha sido para ellos una ganancia sin precedentes, dada la calidad de los profesionales venezolanos.

Y me puse a pensar en el sinnúmero de personas que conozco, familiares, amigos, vecinos, colegas, que han tenido que tomar la difícil decisión de salir del país buscando nuevos y mejores horizontes, al ver que nuestra tierra de gracia les niega la oportunidad de ejercer dignamente sus carreras, por no estar de acuerdo con una tendencia política, o porque sencillamente las oportunidades son cada vez mas escasas. Esos profesionales, que hoy son exitosos en otras sociedades, fueron formados aquí, por docentes, como Chichi, que se preocuparon por estar en el estado del arte de sus respectivas áreas de trabajo, que salieron al exterior a buscar conocimientos y traerlos al país, innovando lo existente, creando nuevas estructuras, nuevas líneas de investigación, nuevas formas de hacer las cosas.

Hoy, con este reconocimiento a la constancia, a la excelencia, al trabajo continuo en pro del desarrollo de nuestra sociedad, el Dr. León pasa a ser parte viva de la historia que él mismo reseñaba. Y no hay nada mejor que estar vivo y apasionado por lo que uno escogió como carrera, para poder seguir proponiendo soluciones, buscando caminos, construyendo futuro. Y eso, amigo Chichi, es lo que nos toca seguir haciendo.

Caracas, 27 de noviembre de 2008

20 de noviembre de 2008

Cambio

Cambiar es un proceso difícil. Abandonar viejas estructuras, que nos han sido tan útiles hasta ahora, para probar nuevas formas, siempre implica un riesgo, una posibilidad de que las cosas no sean como uno quisiera, que en vez de mejorar, retrocedamos. Y ante esa duda, podemos quedarnos paralizados, viviendo a medias, esperando que el cambio venga de afuera, que alguien mejore nuestro entorno para así evitar equivocarnos y hacernos responsables por nuestras acciones, por nuestra necesidad de cambiar.

Mi abuela Amelia, quien fue una mujer que vivió casi todos los cambios del siglo pasado, una vez haciendo hallacas me confesó como ella, después de veinte años y siete hijos, todavía no se atrevía a contradecir a Don Luis en nada de lo que este señalara. Hasta que, viendo como él se disponía a pelar a sus hijas por estar asomadas a la ventana, hablando con los cuasi novios de la época, se interpuso y le gritó con fuerza que, si las tocaba, se estaba metiendo con ella, y eso no lo iba a permitir. Papa Viejo, por supuesto, no entendió nada de lo que estaba ocurriendo, como se atrevía Amelia a contradecirlo, y además, delante de las muchachas. Se quedó paralizado, correa en mano, mirando esa nueva mujer que tenía por delante, admirando su fuerza, su determinación, su valor. Ella le devolvía la mirada con fiereza, por dentro muerta del miedo, pero ya no había vuelta atrás. Las piernas le temblaban, la voz se le iba escondiendo, el corazón le latía intensamente. Y Don Luis bajó la mano, aceptó la derrota, cedió ante todos su poder. “Si yo hubiera sabido que era tan fácil, lo hubiera hecho antes” me dijo, pícara, tomándose otro trago de ponche crema, treinta años después del suceso.

Porque claro, parece fácil, después de que nos atrevemos a hacerlo, a cambiar, a ponerle fin a una forma de vida y buscar cosas nuevas, mejores. Pero en el momento de tomar la decisión se agolpan los miedos, las dudas, la posibilidad de perder lo seguro por algo mejor pero desconocido. Bien dice el dicho: más vale malo conocido que bueno por conocer. Pero ante la insatisfacción del presente, al sentir que estamos viviendo una vida a medias, ver las cosas en retrospectiva nos puede también ayudar a avanzar, a recordar lo que ya hicimos, donde nos equivocamos, y a buscar aquello que nos falta para construir una vida mejor.

Y eso que nos falta es de naturaleza doble. Por una parte, necesitamos cambios en nuestro entorno, mejorar nuestras relaciones en la familia, con los hijos, en el trabajo, mejorar nuestra calidad de vida, donde vivimos, como vivimos. Por otra, necesitamos realizar ese análisis de conciencia donde, con honestidad, nos digamos frente al espejo qué es lo que estamos haciendo para salir adelante. Esto último es lo más difícil. Nada hubiera hecho Doña Amelia parándose frente a Don Luis si internamente no hubiera estado preparada para enfrentar un no como respuesta. Asumir su miedo, y traerlo de la mano, pararse frente a esa autoridad que era su marido, 20 años mayor que ella, y lograr decirle, exigirle lo que necesitaba de él, la ayudó después a transformar sus relaciones y mantener el orden familiar que ella necesitaba.

Me pregunto de qué manera nos estamos preparando como individuos, para reconocer nuestras necesidades, asumir nuestros miedos, y salir a cambiar nuestro entorno. Me pregunto si ya estamos preparados para decirle basta a esta forma de vida que hoy nos imponen nuestros gobernantes, al tráfico, a la inseguridad, a la desidia, a la falta de iniciativa, a la anarquía, a la carencia de oportunidades reales, a la destrucción de talento, al desgaste de lo conocido sin la construcción de cosas mejores para todos nosotros.

Ojalá que el domingo, viéndonos en el espejo, tomemos una decisión como país y salgamos a votar para cambiar nuestro entorno, con la confianza que nuestras acciones van a mejorar nuestra calidad de vida como personas y como sociedad. Quizá después el lunes nos reiremos, picaros y digamos, después de unos años, si era tan fácil…

Caracas, 20 de noviembre de 2008

Un Nuevo Liderazgo

Ayer escuché el discurso del nuevo presidente de los Estados Unidos. Para mí, que, confieso, lo seguía un poco escéptica, fue una lección de un verdadero político. Vi a un Obama aplomado, serio, a la altura de las circunstancias, un líder que comenzó alabando las cualidades de su contrincante por meses, reconociendo sus virtudes y sus fortalezas, quitándose el sombrero ante sus muchos años al servicio del país “que ambos aman”, desconcertando a su público, que no sabía si aplaudir o no, pues como pueblo los líderes nos tienen acostumbrados a gritarle al enemigo y solo aplaudir a los nuestros. Y desde ahí, siguió su discurso de inclusión, haciendo un recorrido por la historia de los Estados Unidos, usando el punto de vista de Ann Nixon Cooper, la mujer negra de 106 años que fue a votar ayer para apoyar su candidatura, un punto de vista, además, muy apropiado para ilustrar los cambios que se han dado a lo largo de ese siglo.

No era conmigo y me emocionó. O si era conmigo. Ese líder, casi un sacerdote, enunciando bondades, yes we can, señalando caminos, yes we can, llamando a todos a trabajar por el país, un país que hoy mas que nunca necesita de los que votaron y de los que no votaron por él, para salir adelante una vez mas, porque somos un país grande, yes we can. Ese rezo, ese responsorio, iba elevando la visión de todos hacia un mañana diferente, donde lo que soñamos como sociedad pueda ser posible, pues quién se hubiera imaginado hace un siglo que el pueblo norteamericano elegiría por abrumadora mayoría a un presidente negro.

Viendo a Obama ayer, viendo las caras de alegría y de llanto de la gente que lo escuchaba en el Grant Park de Chicago, reviví el momento cuando nuestro presidente fue electo también por mayoría abrumadora. Y recordé las caras de esperanza de nuestra gente, las celebraciones, la certeza de que todo cambiaría para bien, para mejor. Y no pude evitar comparar los dos momentos, y vernos ahora, con caras largas, tristes, sin esperanza, con un líder que promueve cada vez más la guerra, la exclusión, la violencia como método, exterminar al enemigo, pues para qué ganar por votos si podemos acusarlos de cualquier cosa y sacarlos del juego democrático.

Y por primera vez en mi vida sentí envidia del pueblo norteamericano, que tiene esa fe inquebrantable en sus instituciones, en su sociedad, en su forma de dirimir sus diferencias, y que hoy tiene fresquita esa esperanza de renovarse a si misma con el esfuerzo de todos. Obama representa ese nuevo liderazgo, que convoca al trabajo en equipo, a unirse y codo a codo ir avanzando hacia el objetivo común, a creer que sí podemos.

Hoy me hace falta ese mismo liderazgo en nuestro país, esa fuerza de cambio, ese llamado a la unión, a no perder el norte, porque todos estamos en esto, todos queremos un país mejor, porque, además, si todos trabajamos hacia eso, podremos lograrlo. Yes, we also can.

5 de noviembre 2008

Inseguridad


“el color de la sangre jamás se olvida”, me dijo Camilo, el poeta.

Lidiar con la muerte, de por sí, no es cosa fácil. Esa certeza que cargamos desde el nacimiento, ese fin de todo lo que conocemos, lo definitivo, es un concepto difícil de asimilar, sobre todo en nuestra cultura occidental. Me dicen que hay sociedades y religiones donde celebran a los muertos, donde los sepelios se hacen con alegría, con la certeza de otra vida más allá. Sin embargo, nuestra religión católica, que tanto se precia por vender una vida mejor después de la vida, es la que nos enseña a entrar en un duelo triste y doloroso cuando se van sobre todo los seres queridos, familiares o amigos.

Para mí, la muerte sigue siendo un enigma, al cual he ido acercándome en la medida en que los años me han obligado a ello. Y es por eso que las profesiones que lidian con la vida y la muerte- los médicos, los policías, los bomberos, entre otros- me merecen una especial admiración, pues la encaran a diario haciéndola retroceder, esperar un poco más, robándole incluso un poco tiempo para despedirse, para cerrar, o en el mejor de los casos logrando espacios mas largos para vivir y disfrutar.

Vivimos en una sociedad donde cada día tenemos que enfrentarnos a la muerte en la forma más violenta e inesperada: la inseguridad. Porque la guerra, que se supone es el escenario de la vida y la muerte, es un juego cantado, donde un bando y otro luchan por ganar, y los que estamos al margen tenemos que ponernos a buen resguardo. Pero esta guerra silenciosa que se libra en Caracas y en casi todas las ciudades de nuestro país, en la que caminar por las calles a cualquier hora del día se ha transformado en una hazaña, salir a tomarse un trago de noche y regresar sano y salvo es un milagro, donde se hace necesario activar las alertas entre los amigos si pasa alguna cosa fuera de la rutina, esa guerra silenciosa nos está cambiando nuestra forma de vida, llenándola de zozobra e incertidumbre, impotencia y frustración, convirtiéndola en un lugar donde la paz no existe a ninguna hora.

Antes, la página de sucesos era un reportaje impersonal, de gente que lamentablemente había tenido “mala suerte” y estaba llorando a sus muertos. Hoy, cada vez que la abro busco inquieta a ver si hay alguien conocido, algún amigo, o vecino. Estoy segura de que todos podemos enumerar al menos dos eventos que nos han pasado directa o indirectamente en los últimos meses. En mi caso, hace mes y medio, mataron al señor que nos vendía las cosas de limpieza desde hace años, un muchacho- muchachón, como yo, ya entrado en años- con su negocio de ventas al mayor en Los Chaguaramos. Lo mataron frente a la esposa, a sangre fría, como si fuera un encargo más. Y hace dos meses asaltaron a mi hijo, de dieciocho años, a la una de la tarde cerca de Ciudad Banesco. En ambos casos fueron dos personas en una moto, el que maneja y el que se baja y dispara. Ambos vivieron ese momento crucial, donde la vida se detiene, donde el tiempo deja de correr, y ven como en cámara lenta lo que está pasando, y recuerdan detalles insignificantes: el olor de la chaqueta del tipo, su voz ronca que les grita algo que realmente no entienden, el grito del otro urgiéndolo a “quemarlo”, a terminar rápido, su propia reacción sin miedo en el momento, solo esa alerta indescriptible que produce la adrenalina a borbotones. A mi hijo le pusieron la pistola en la cabeza y le quitaron el bolso, a Luis lo mataron sin piedad.

Ayer hablé con un amigo mío a quien le toco ser “un vecino que estaba en su apartamento” y salir a rescatar a su vecina de toda la vida, victima de un asalto y llevarla a la clínica, y luego entrar con la policía, para ayudar a la familia en lo posible, en lo que un buen vecino puede hacer, que es poco, realmente. Pero el shock está ahí y sigue. El que se metan en ese apartamento significa que se pueden meter en el suyo, en su casa, en su seguridad. Es pensar en sus hijas, adolescentes, que llegan del colegio y se quedan abajo hablando con las amigas, y comenzar a imaginar lo que les puede pasar, y salir a recogerlas y encerrarlas en la casa, cuando quienes tienen que estar encerrados siguen impunemente en las calles.

Lo más impactante para mi de su relato, fue su descripción de lo que vivió al entrar en ese apartamento, violentado, lleno de odio y de dolor en los rincones. El cómo se bloqueó totalmente ante la muerte, y su propia adrenalina no lo dejó ver la sangre que regaba las paredes del cuarto donde yacía un cuerpo sin vida. Y hasta el día de hoy no se acuerda de haber visto la sangre. Porque seguramente, cuando se acuerde, no se le va a olvidar nunca. Porque el color de la sangre no se olvida. Porque cuando se acuerde va a llorar por su vida y por sus hijas, así como yo lloré a mares ante la posibilidad de haber perdido a mi hijo en esta pesadilla. Porque lo que estamos viviendo nos hace bloquearnos para sobrevivir, para no llorar en cada esquina, para seguir adelante a pesar de todo. Pero el muerto está ahí, los muertos están ahí para recordarnos que estamos en deuda con ellos, que tenemos que lograr mejorar las cosas, para que nosotros y nuestros hijos podamos caminar seguros, sin miedo. Después de todo, tenemos ese derecho.

Caracas, 11 de noviembre de 2008

Recuerdos de la Alhambra

Finalmente, después de muchas dudas, me monté en el avión rumbo a Europa. Y cuando me bajé en Barcelona, no podía creer que había dejado pasar tanto tiempo sin volver a estas tierras españolas. Las calles, los olores, la luz sobre el puerto al final de la tarde, en la Rambla del Mar, la gente hablando en mil idiomas, con orígenes diversos, como una fiesta donde los invitados llegan de todas partes del mundo, todos alegres, todos asombrados de la calidez y belleza de la ciudad, de lo sencillo y sabroso de sus comidas, de lo sinuoso de su arquitectura, de la amabilidad de su gente.

Y Madrid, sobria, elegante, con sus anchas calles llenas de gente apurada por llegar a todas partes, en la ebullición de ser la capital de un país en crecimiento, que pasó de adolescente a adulto en esa Unión Europea, buscando su propia identidad, sus propias opiniones, parándose en sus propios pies después de mucho tiempo y sufrimiento.

Recordé mi primer viaje a España, en aquel entonces todavía franquista, pacata, tímida, un poco gris, enlatados en un carro paseando por Andalucía, por Córdoba y Sevilla, por Granada, probando el jerez y el vino tinto, viendo la sombra de África desde Gibraltar, y preguntándonos desde donde fue que el último moro lloró la pérdida de su Alhambra. Y ese viaje fue revelador para todos nosotros, como si hubiésemos encontrado la puerta a algún rincón del pasado, de la historia, de nuestro origen mezclado de cristianos, árabes y negros, con cantos gregorianos tejidos entre palmadas andaluzas y tambores africanos, con ecos del romancero gitano que recitábamos en el colegio.

Volver a España fue volver a esa raíz, a ese ombligo materno, para ver las cosas desde otra perspectiva, sacar la cabeza y voltear hacia otros horizontes, y creer en el mediano plazo, palpar realidades construidas hace relativamente poco y constatar que las sociedades sí pueden concertar un futuro mas digno, y que solo falta que dejemos el protagonismo individual y nos pongamos de acuerdo en ese norte común, donde logremos crecer como individuos y como sociedad.


Caracas, 13 de octubre de 2008